La trata de personas en el contexto latinoamericano

La protección de los derechos humanos de las mujeres bajo un paradigma securitario. Especial referencia a México, Brasil y Argentina

Por Agustina Iglesias Skulj
Abogada (Universidad de Buenos Aires). Doctora en Derecho Penal (Universidad de Salamanca).
Investigadora postdoctoral (Universidad da Coruña).
Contacto: fermelita@gmail.com.

Resumen
La trata de personas ha ocupado un lugar preponderante en la agenda de derechos humanos a nivel global desde finales de la década del noventa del siglo pasado. Sin embargo, no ha sido un concepto pacífico ni exento de disputas. Estas características han producido consecuencias muy relevantes al momento de diseñar las políticas de protección de los derechos humanos de las víctimas. Desde una perspectiva feminista crítica, se analizarán las relaciones complejas entre los objetivos punitivos y de protección de los derechos humanos dispuestos por el Protocolo de Palermo contra la Trata y sus efectos concretos en ámbitos locales. Para ello se examinarán las medidas adoptadas en México, Brasil y Argentina y sus limitaciones para proteger los derechos humanos de las mujeres (cis y trans).

1) Introducción

La trata de personas ha ocupado un lugar preponderante en la agenda de derechos humanos a nivel global desde finales de la década del noventa del siglo pasado. Su consolidación en el ámbito internacional describe un proceso en el cual la participación del feminismo de la gobernanza (Halley, 2006, p. 340)[1] fue crucial a la hora de problematizar la trata de personas no sólo a nivel internacional, sino por la capacidad de influencia que tuvo en los contextos locales. Para situar esos procesos, este texto comienza describiendo las estrategias implementadas por este feminismo para lograr la incorporación de las mujeres al ámbito de los derechos humanos.

A lo largo de la Década de las Mujeres[2], la violencia fue ocupando un lugar crecientemente relevante dentro de las estrategias para demandar la protección internacional de los derechos humanos. En la Conferencia de Viena de 1993, la violencia contra la mujer se afianzó como una categoría de análisis y de reivindicación –simultáneamente- para abordar las violaciones de derechos humanos de las mujeres, que hasta ese momento eran analizadas como una cuestión de discriminación[3].

Las prácticas feministas del testimonio en primera persona para nombrar la experiencia de las mujeres se convirtieron en la metodología organizadora de la reivindicación de los derechos de las mujeres bajo el lema “los derechos de las mujeres son derechos humanos”. En las Conferencias de Viena y de Beijing (1995), los testimonios sobre las violaciones de los derechos humanos de las mujeres durante los conflictos de Ruanda y la ex Yugoslavia se focalizaron en la violencia sexual. El incipiente feminismo de la gobernanza apeló a que las experiencias particulares que iban describiendo los relatos de las mujeres pudieran encontrar una traducción al lenguaje de los derechos humanos. Con esa finalidad, la violencia sexual resultó una categoría muy eficaz en diversos sentidos. En el ámbito de la ley, esa violencia específica y originaria le permitió a este feminismo invocar una opresión común a todas las mujeres del mundo; y en el contexto de los conflictos armados, resultó fructífera para describir una forma específica de tortura. Junto a la responsabilización de los Estados, este reclamo tenía por finalidad también desplazar las consideraciones respecto de la honestidad de la mujer, a partir de la incorporación de elementos normativos genderizados que pudieran plasmarse en derecho positivo internacional (Miller, 2004, p. 21).

Las normas específicas debían reproducir las definiciones de violencia que se habían ido moldeando por el movimiento feminista de la segunda ola bajo el mandato de politizar las experiencias. La notoriedad que adquirió la violencia sexual como una forma genderizada de tortura facilitó la visibilización del fenómeno como propio del ámbito de los derechos humanos, dada su capacidad para describir una situación cuya crueldad nadie podía ignorar[4]. En Viena, las discusiones dieron por resultado una Declaración y un Programa de Acción que señalaban que la violencia contra la mujer y todas las formas de acoso sexual y explotación, incluida la trata internacional, constituyen una afrenta a la dignidad de la persona humana. La principal estrategia que constaba en el Programa de Acción para combatir la violencia y garantizar el ejercicio de los derechos humanos, era la de asegurar que a nivel nacional e internacional se legislase en ámbitos relativos a la seguridad, a la salud y el acceso a derechos en condiciones de igualdad para las mujeres.

La violencia sexual como forma distintiva de victimización de las mujeres coincidía con la imagen de mujeres del sur global como desposeídas y necesitadas de protección, que legitimó una vez más la vocación universalista de los derechos humanos (Kapur, 2003; Puwar, 2008). En el mismo sentido crítico, Miller (2004, p.19) señala que la centralidad que tuvo la sexualidad generó la desatención hacia otras formas de exclusión y que ello debería haber alertado al feminismo acerca de las similitudes que comparte con los discursos conservadores. Esta falta de consideración se vio reforzada por el carácter (neo)colonial de las definiciones propuestas, que no lograron ahuyentar los criterios morales de castidad para la protección de los derechos de las mujeres[5].

En la Declaración para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres de la Asamblea General de la Organización de la Naciones Unidas (ONU) de 1994,[6] se incluyó a la trata y la prostitución forzada dentro de la definición de violencia. Dos años más tarde, Radihika Coomaraswamy, relatora Especial en Violencia contra la Mujer, encargó la realización de un estudio global sobre esa cuestión. En el informe final, se estableció la necesidad de distinguir entre los procesos de captación y transporte bajo formas coercitivas con la finalidad de explotación sexual, y la prostitución. La relatoría recomendó a las Naciones Unidas que debía promover la descriminalización de la prostitución como un paso necesario para combatir el HIV y la violencia que sufren quienes se dedican a esta actividad debido a los procesos de estigmatización (Kempadoo, 2005, p.xii). A pesar de esas recomendaciones, la capacidad expansiva de la violencia sexual para colonizar las luchas por el reconocimiento de los derechos humanos de las mujeres terminó influyendo en las definiciones de trata cuando (re)apareció en el escenario internacional hacia finales de la década. En esa oportunidad, el feminismo abolicionista[7] recuperó los discursos de la experiencia en el consorcio internacional para luchar contra la trata de blancas (Iglesias Skulj, 2013, pp. 61 ss.)[8]. Esta perspectiva aludió directa y exclusivamente a la explotación de tipo sexual, dejando por fuera otras situaciones específicas de opresión que pueden darse en los procesos migratorios encarados por mujeres.

Esta definición de explotación determinó también hacia el futuro una particular estrategia de responsabilización en el ámbito de la trata de personas. Como será objeto de desarrollo en el apartado siguiente, las discusiones que se sucedieron en el ámbito de la redacción del Protocolo para Prevenir, Reprimir y Sancionar la Trata de Personas, Especialmente Mujeres y Niños, que complementa la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional (en adelante el Protocolo contra la Trata) mostraron dos visiones contrapuestas para definir a este delito. Para el feminismo de la gobernanza este fue un momento de especial importancia, dado que este ámbito le brindó la posibilidad de mantenerse como un interlocutor fundamental de la cuestión de los derechos humanos de las mujeres de cara al nuevo milenio.


NOTAS

[1]   Halley acuñó el término de gobernanza feminista para hacer referencia a los procesos a través de los cuales las reivindicaciones feministas han logrado instalarse en las instituciones nacionales e internacionales. El artículo se presenta a modo de diálogo entre varias autoras que analizan diferentes campos de intervención, en los cuales la trata sexual ocupa un lugar muy relevante. Ese feminismo despliega una estrategia fragmentada y dispersa en el ámbito del derecho incidiendo no solo en las formas de legislar, de litigar o de diseñar políticas públicas, sino también en las campañas para la toma de conciencia respecto de problemáticas que atañen a las mujeres. Halley señala que estas estrategias van de la mano del feminismo legal estadounidense que desde los años noventa del siglo XX ha teorizado recurrentemente sobre la ley penal y las formas de control social, insertándose sin mayores dificultades en el “giro punitivo” denunciado por la literatura criminológica estadounidense y latinoamericana desde los años ochenta. Esta característica será analizada con mayor detalle en el próximo epígrafe.

[2]                En 1975 en la Ciudad de México, se llevó a cabo la Primera Conferencia de las Naciones Unidas de la Mujer, donde se llamó la atención de la comunidad internacional sobre la necesidad de atender a las problemáticas específicas de las mujeres. Se lanzó asimismo la Década de las Mujeres y se estableció la realización de una Conferencia Intermedia para Evaluación en Copenhague (1980) y una Conferencia Final en Nairobi (1985). A lo largo de esta década se crearon nuevos organismos internacionales específicos tales como UNIFEM, INSTRAW (Instituto Internacional para la Investigación y la Formación para el Adelanto de la Mujer), la CEDAW (Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer en 1979, en vigor desde 1981) y mecanismos nacionales para promover la condición de la mujer orientada a la paz y el desarrollo.

[3]                En 1994, la ONU adopta la Declaración Universal sobre la Eliminación de la Violencia sobre la Mujer, como protocolo adjunto de la CEDAW. En su texto puede advertirse una nueva forma de encarar las violaciones a los derechos humanos de las mujeres a través de la visibilidad y desnaturalización de conductas que eran avaladas por consideraciones socioculturales como parte del matrimonio y prácticas culturales.

[4]                En Estados Unidos, como parte del feminismo radical, se produjo la emergencia de una teoría que describe la opresión de género como la dominación masculina sobre la sexualidad femenina y sus formas de expresión en diversos ámbitos de la vida. Esta definición logró cristalizar las demandas de politización de la experiencia femenina, así en singular, de la segunda ola del feminismo blanco. Este definió la opresión como la “naturaleza” de nuestra sexualidad instrumentalizada por el patriarcado, y lo llamó género. Estas definiciones comenzaban a operar a nivel social, pero también como la imagen que las mujeres construían de sí. Este feminismo concibe la sexualidad de la mujer como el espacio paradigmático de opresión y como constitutivo de la definición de género de la que parte, tal como expresa Ti-Grace Atkinson cuando afirma que no hay ninguna feminista digna de tal pertenencia que puesta a escoger entre la libertad y el sexo, se incline por este último (Abrams, 1995, p.310).

[5]                Abonando a esta crítica postcolonial, Puwar (2008, p.239) critica la actitud voyerística que crea una visión panorámica del mundo por parte de un espectador superior, situado fuera de lo que se mira. En particular, la autora hace un llamamiento a lxs estudiosxs/académicxs para que analicen sus posicionalidades de formas más complejas que la “ya acostumbrada exposición del yo en el habitual mantra de la raza, clase y el género”, y cuestiona de qué modo las subjetividades de lxs académicxs están íntimamente mezcladas con la posición de sujetos que asignamos a otrxs. En este sentido, al analizar la posición de las mujeres de otros lugares –no occidentales-, señala que la imagen que se reproduce es la de mujeres sensuales, oprimidas que necesitan ser liberadas de prácticas patriarcales arcaicas. Retomando conceptos de  Gayatri Spivak, señala Puwar que la mujer sudasiática está encerrada entre el voyerismo de lo exótico y un paradigma de rescate sustentado en motivos salvíficos, que se repiten y reformulan en una mirada de contextos, incluidos los del “turismo revolucionario” y la “glorificación del testimonio” de las mujeres racializadas, que es posible encontrar también en el feminismo.

[6]                Según establece el art. 2: “Se entenderá que la violencia contra la mujer abarca los siguientes actos, aunque sin limitarse a ellos: a) La violencia física, sexual y psicológica que se produzca en la familia, incluidos los malos tratos, el abuso sexual de las niñas en el hogar, la violencia relacionada con la dote, la violación por el marido, la mutilación genital femenina y otras prácticas tradicionales nocivas para la mujer, los actos de violencia perpetrados por otros miembros de la familia y la violencia relacionada con la explotación; b) La violencia física, sexual y psicológica perpetrada dentro de la comunidad en general, inclusive la violación, el abuso sexual, el acoso y la intimidación sexuales en el trabajo, en instituciones educacionales y en otros lugares, la trata de mujeres y la prostitución forzada; c) La violencia física, sexual y psicológica perpetrada o tolerada por el Estado, dondequiera que ocurra”. En su recomendación general Nº 19, adoptada en el 11vo. período de sesiones, el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer aclaró que la discriminación contra la mujer, tal como se define en el art. 1 de la CEDAW incluía la violencia por razón de género, que es: “La violencia dirigida contra la mujer porque es mujer o que la afecta en forma desproporcionada constituyendo una violación de sus derechos humanos”. En 2017, al conmemorarse 25 años de la recomendación general recién comentada, se dictó la Recomendación General Nº 35 sobre la violencia por razón de género contra la mujer por la que se actualiza la Nº 19, y señala que el concepto de violencia contra la mujer, tal como se define en la recomendación general Nº 19 y en otros instrumentos y documentos internacionales, hace hincapié en el hecho de que dicha violencia está basada en el género. En consecuencia, en la presente recomendación, la expresión “violencia por razón de género contra la mujer” se utiliza como un término más preciso que pone de manifiesto las causas y los efectos relacionados con el género de la violencia. La expresión refuerza aún más la noción de la violencia como problema social más que individual, que exige respuestas integrales, más allá de aquellas relativas a sucesos concretos, autores y víctimas y supervivientes. En el ámbito de la Organización de Estados Americanos se sanciona, en 1994,  la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, que establece en su primer artículo que debe “entenderse por violencia contra la mujer cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado”.

[7]                Chantal Thomas analiza la influencia que tuvo -a través de organizaciones no gubernamentales- el feminismo abolicionista cuyas exponentes argumentan que la prostitución es una forma de trata dado que reproduce y refuerza la subordinación de las mujeres frente a la dominación sexual masculina. Entre ellas, Kathleen Barry, co-fundadora de la CATW (Coalition Against Trafficking of Women), que tuvo un lugar muy relevante en la redacción del delito de trata en el Protocolo de Palermo. Otra de las autoras y activistas relevantes fue Katherine MacKinnon, y su gran influencia en el ámbito internacional para luchar contra la pornografía y la prostitución (Halley 2006, p.349).

[8]                Estos presupuestos del discurso abolicionista de la prostitución de principios del siglo XX lograron internacionalizarse mediante la campaña contra la trata de blancas y fueron los pilares para la sanción del Convenio para la Represión de la Trata de Personas y de la Explotación de la Prostitución Ajena (1949). Este instrumento, definía a la prostitución como incompatible con la dignidad humana, y atentaba contra el bienestar del individuo, de la familia y la comunidad. Este documento no puntualizaba acerca de las violaciones de derechos humanos durante el proceso de la trata, pero sí dedicó su preámbulo y articulado a combatir cualquier forma de reglamentación estatal del ejercicio de la prostitución (Art.6) y a criminalizar el entorno de la prostitución. Tal como se estableció en el art. 1, las partes en este convenio se comprometen a castigar a toda persona que, para satisfacer las pasiones de otra: 1) Concertare la prostitución de otra persona, la indujere a la prostitución o corrompiere con objeto de prostituirla, aún con el consentimiento de tal persona y 2) Explotare la prostitución de otra persona, aún con el consentimiento de tal persona. La mujer que ejercía la prostitución, voluntaria o forzadamente, era considerada una víctima y su consentimiento no era relevante a los fines de determinar la existencia de explotación sexual. Varias autoras hacen referencia a que si bien el movimiento abolicionista fue exitoso a la hora de poner en agenda la trata de blancas, fueron pocos los Estados que suscribieron este convenio, dado que sus postulados entraban en conflicto con las formas de gobierno de la prostitución nacionales.